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Borrado el sentido del pecado; abolidas las nociones de bien y de mal; suprimida la ley natural; archivada toda referencia positiva a los valores, como la virginidad y la castidad. Con la relación presentada por el Cardenal Péter Erdö el 13 de octubre de 2014 en el Sínodo sobre la familia, la revolución sexual irrumpe oficialmente en la Iglesia, con consecuencias devastadoras en las almas y en la sociedad.
(Roberto de Mattei).- La Relatio post disceptationem redactada por el Cardenal Erdö es la relación que resume la primera semana de trabajo del Sínodo y la que lo orienta con sus conclusiones. La primera parte del documento intenta imponer, con un lenguaje derivado del peor “sesenta y ocho”, el “cambio antropológico-cultural” de la sociedad como “desafío” para la Iglesia. Ante un cuadro que desde la poligamia y del “matrimonio por etapas” africanos llega a la “praxis de la convivencia” de la sociedad occidental, la relación destaca la existencia de “un difundido deseo de familia”. No hay ningún elemento de valoración moral. Frente a la amenaza del individualismo y del egoísmo individualista, el texto contrapone el aspecto positivo de la “intención relacional”, considerada como un bien en sí misma, sobre todo cuando tiende a transformarse en una relación estable (apartados 9-10). La Iglesia renuncia a emitir juicios de valor para limitarse a “decir una palabra de esperanza y de sentido” (n.º 11). Se afirma entonces un nuevo asombroso principio moral, la “ley de gradualidad”, que permite captar elementos positivos en todas las situaciones hasta ahora definidas por la Iglesia como pecaminosas. El mal y el pecado no existen en cuanto tales. Existen sólo “formas imperfectas de bien” (n.º 18), según una doctrina de los “grados de comunión” atribuida al Concilio Vaticano II. “Se hace por lo tanto necesario un discernimiento espiritual, acerca de las convivencias y de los matrimonios civiles y los divorciados vueltos a casar, compete a la Iglesia reconocer estas semillas del Verbo dispersas más allá de sus confines visibles y sacramentales.” (n.º 20). El problema de los divorciados vueltos a casar es el pretexto para que pase un principio que echa por tierra dos mil años de moral y de fe católica. Siguiendo la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, “la Iglesia se dirige con respeto a aquellos que participan en su vida de modo incompleto e imperfecto, apreciando más los valores positivos que custodian, en vez de los límites y las faltas” (n.º 20). Esto significa que cae todo tipo de condena moral, porque cualquier pecado constituye una forma imperfecta de bien, un modo incompleto de participar en la vida de la Iglesia. “En este sentido, una nueva dimensión de la pastoral familiar actual, consiste en captar la realidad de los matrimonios civiles y, hechas las debidas diferencias, también de las convivencias” (n.º 22). Y esto especialmente “cuando la unión alcanza una notable estabilidad a través de un vínculo público, está marcada por un afecto profundo, por una responsabilidad en relación a los hijos, con la capacidad de resistir a las pruebas” (n.º 22). Con esta afirmación se da la vuelta a la doctrina de la Iglesia según la cual la estabilización del pecado, a través del matrimonio civil, constituye un pecado aún más grave que la unión sexual ocasional y pasajera, porque esta última permite volver más fácilmente a la recta vía. “Una sensibilidad nueva de la pastoral actual, consiste en acoger la realidad positiva de los matrimonios civiles y, reconociendo las debidas diferencias entre las convivencias” (n.º 36). La nueva pastoral impone por tanto no hablar sobre el mal, renunciando a la conversión del pecador y aceptando el statu quo como irreversible. Éstas son las que la relación llama “opciones pastorales valientes” (n.º 40). Por lo que parece, la valentía no está en oponerse al mal, sino en el adecuarse a él. Los pasajes dedicados a la acogida de las personas homosexuales son los que han resultado más escandalosos, pero son la lógica consecuencia de los principios expuestos hasta ahora. Incluso el hombre de la calle comprende que si el divorciado vuelto a casar puede acercarse a los sacramentos, todos está permitido, empezando por el pseudo-matrimonio homosexual. Nunca, verdaderamente nunca, subraya Marco Politi en “il Fatto” del 14 de octubre, habíamos leído, en un documento oficial producido por la jerarquía eclesiástica, una frase como ésta: “Las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana”. Seguida por la pregunta dirigida a los obispos de todo el mundo: “¿estamos en grado de recibir a estas personas, garantizándoles un espacio de fraternidad en nuestras comunidades?” (n.º 50). Aunque no se llegue a equiparar las uniones entre personas del mismo sexo con el matrimonio entre un hombre y una mujer, la Iglesia se propone “elaborar caminos realísticos de crecimiento afectivo y de madurez humana y evangélica integrando la dimensión sexual” (n.º 51). “Sin negar las problemáticas morales relacionadas con las uniones homosexuales, se toma en consideración que hay casos en que el apoyo mutuo, hasta el sacrificio, constituye un valioso soporte para la vida de las parejas”(n.º 52). No se manifiesta ninguna objeción de principio a las adopciones de niños por parte de parejas homosexuales: el documento se limita a decir que “la Iglesia tiene atención especial hacia los niños que viven con parejas del mismo sexo, reiterando que en primer lugar se deben poner siempre las exigencias y derechos de los pequeños” (n.º 52). En la rueda de prensa de presentación, Mons. Bruno Forte ha llegado a desear “una codificación de derechos que puedan ser garantizados a las personas que viven en uniones homosexuales”. La palabras fulminantes de San Pablo, según el cual “ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios” (I Carta a los Corintios 6, 9), pierden sentido para los malabaristas de la nueva moral pansexual. Para ellos hay que captar la realidad positiva de lo que fue el pecado que clama venganza ante la presencia de Dios (Catecismo de San Pío X). Es necesario sustituir la “moral de la prohibición” con la de la misericordia y del diálogo, y el eslogan del 68 “prohibido prohibir” es “aggiornato” gracias a la fórmula pastoral según la cual “nada se puede condenar”. Caen no sólo dos mandamientos, el sexto y el noveno, que prohíben pensamientos y actos impuros fuera del matrimonio, sino que además desaparece la idea de un orden natural y divino objetivo resumido en el Decálogo. No existen actos intrínsecamente ilícitos, verdad y valores morales por los que se debe estar dispuestos incluso a dar la vida (n.º 51 y n.º 94), como los definen la encíclica Veritatis Splendor. En el banquillo de los acusados están no sólo la Veritatis Splendor y los recientes pronunciamientos de la Congregación para la Doctrina de la Fe en materia de moral sexual, sino además el mismo Concilio de Trento que formuló dogmáticamente la naturaleza de los siete sacramentos, empezando por la Eucaristía y el Matrimonio. Todo comienza en octubre de 2013, cuando el Papa Francisco, tras haber anunciado la convocación de dos Sínodos sobre la familia, el ordinario y el extraordinario, promueve un “Cuestionario” dirigido a los obispos de todo el mundo. La utilización mistificadora de sondeos y cuestionarios es notoria. La opinión pública cree que, dado que la mayor parte de las personas opta por una elección, ésta tiene que ser justa. Y los sondeos atribuyen a la mayor parte de las personas opiniones anteriormente predeterminadas por los manipuladores del consenso. El cuestionario querido por el Papa Francisco ha abordado los temas más candentes, desde la contracepción a la comunión a los divorciados, de las parejas de hecho a los matrimonios entre homosexuales, con un objetivo más orientativo que informativo. La primera respuesta publicada, el 3 de febrero, fue la de la Conferencia Episcopal alemana (“Il Regno Documenti”, 5 (2014), pp. 162-172) dada a conocer evidentemente para condicionar la preparación del Sínodo y, sobre todo, para ofrecer al Cardenal Kasper la base sociológica que precisaba para la relación al Consistorio que el Papa Francisco le había confiado. En efecto, lo que emergía era el rechazo de parte de los católicos alemanes “de las afirmaciones de la Iglesia sobre las relaciones sexuales prematrimoniales, la homosexualidad, los divorciados vueltos a casar y el control de la natalidad” (p. 163). “ Las respuestas que las diócesis han enviado —continuaba el texto—dejan entrever cuánto es grande la distancia entre los bautizados y la doctrina oficial sobre todo en lo que concierne la convivencia prematrimonial, el control de la natalidad y la homosexualidad” (p. 172). Esta distancia no se presentaba como un alejamiento de los católicos del Magisterio de la Iglesia, sino como una incapacidad de la Iglesia para comprender y secundar el curso de los tiempos. En su relación al Consistorio del 20 de febrero, el Cardenal Kasper definirá tal distancia un “abismo”, que la Iglesiatendría que haber colmado adecuándose a la praxis de la inmoralidad. Según uno de los secuaces de Kasper, el sacerdote genovés Giovanni Cereti, conocido por un estudio tendencioso sobre el divorcio en la iglesia primitiva, el cuestionario habría sido promovido por el Papa Francisco para evitar que el debate se desarrollara “en habitaciones secretas” (“Il Regno-Attualità” 6 (3014), p. 158). Pero, si es verdad que el Papa ha querido que el debate se desarrollase de manera transparente, entonces no se comprende la decisión de mantener tanto el Consistorio extraordinario de febrero como el Sínodo de octubre a puertas cerradas. El único texto que se llegó a conocer, gracias al periódico “Il Foglio”, fue la relación del cardenal Kasper. Luego, sobre los trabajos, bajó el silencio. En su Diario del Concilio, el 10 de noviembre de 1962, el Padre Chenu anota esta frase de Don Giuseppe Dossetti, uno de los principales estrategas del frente progresista: “La batalla eficaz se juega en el procedimiento. Siempre he ganado por esta vía”. En las asambleas, el proceso decisorio no pertenece a la mayoría, sino a una minoría que controla el procedimiento. La democracia no existe en la sociedad política y menos aún en la religiosa. La democracia en la Iglesia, como ha observado el filósofo Marcel De Corte, es cesarismo eclesiástico, el peor de todos los regímenes. En el actual proceso sinodal, el clima de pesada censura que lo ha acompañado hasta hoy demuestra la existencia de este cesarismo eclesiástico. Los vaticanistas más atentos, como Sandro Magister y Marco Tosatti, han subrayado como, diferentemente de los Sínodos anteriores, en éste se ha prohibido a los padres sinodales intervenir. Recordando la distinción formulada por Benedicto XVI entre el Concilio Vaticano II “real” y el “virtual” que al primero se superpuso, Magister ha hablado de un “desdoblamiento entre sínodo real y sínodo virtual, este último construido por los medios de comunicación con la sistemática enfatización de las cosas más queridas por el espíritu del tiempo”. Pero hoy son los mismos textos del Sínodo los que se imponen con su fuerza demoledora, sin posibilidad de tergiversación por parte de los medios que hasta han manifestado su sorpresa por la potencia explosiva de la Relatio del Card. Erdö. Por supuesto que este documento no tiene ningún valor magisterial. Además es lícito dudar que refleje el pensamiento real de los padres sinodales. Pero, la Relatio prefigura la Relatio Synodi, el documento conclusivo de la asamblea de los obispos. El verdadero problema que ahora se pone es el de la resistencia, anunciada en el libro Permanere nella Verità di Cristo (Permanecer en la Verdad de Cristo) de los cardenales Brandmüller, Burke, Caffarra, De Paolis y Müller. En una entrevista con Alessandro Gnocchi publicada en “Il Foglio” del 14 de octubre, el Cardenal Burke afirma que eventuales cambiamientos de la doctrina o de la praxis de la Iglesia por parte del Papa serían inaceptables, “porque el Pontífice es el Vicario de Cristo en la tierra y por lo tanto el primer siervo de la verdad de la fe. Conociendo la enseñanza de Cristo, no veo cómo se pueda desviarse de esa enseñanza con una declaración doctrinal o con una praxis pastoral que ignoren la verdad.” Los obispos y cardenales, y más aún
los simples fieles, se encuentran ante un terrible drama de conciencia,
más grave de aquel con el cual tuvieron que enfrentarse en el
siglo XVI los mártires ingleses. En efecto, entonces se trataba
de desobedecer a la suprema autoridad civil, el rey Enrique VIII, que
por un divorcio abrió el cisma con la Iglesia romana, mientras
que hoy día la resistencia debe oponerse a la suprema autoridad
religiosa en el caso de que se desviara de la enseñanza perenne
de la Iglesia. Muy a menudo, el resultado es la quiebra psicofísica de las víctimas, la crisis de identidad, la pérdida de la vocación y de la fe, a menos que no seamos capaces de ejercitar, con la ayuda de la gracia, la virtud heroica de la fortaleza. Resistir significa, en último término, reafirmar la coherencia integral de la propia vida con la Verdad inmutable de Jesucristo, dando la vuelta a la tesis de quien quisiera disolver la eternidad del Verbo en la precariedad de lo vivido.
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