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28 de agosto: San Agustin, doctor de la iglesia
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Memoria de san Agustín, obispo y doctor eximio
de la Iglesia, el cual, después de una adolescencia inquieta
por cuestiones doctrinales y libres costumbres, se convirtió
a la fe católica y fue bautizado por san Ambrosio de Milán.
Vuelto a su patria, llevó con algunos amigos una vida ascética
y entregada al estudio de las Sagradas Escrituras. Elegido después
obispo de Hipona, en África, siendo modelo de su grey, la instruyó
con abundantes sermones y escritos, con los que también combatió
valientemente contra los errores de su tiempo e iluminó con sabiduría
la recta fe (430). Nació el 13 de noviembre del año 354, en el norte de África. Su madre fue Santa Mónica. Su padre era un hombre pagano de carácter violento. Santa Mónica había enseñado a su hijo a orar y lo había instruido en la fe. San Agustín cayó gravemente enfermo y pidió que le dieran el Bautismo, pero luego se curó y no se llegó a bautizar. A los estudios se entregó apasionadamente pero, poco a poco, se dejó arrastrar por una vida desordenada. A los 17 años se unió a una mujer y con
ella tuvo un hijo, al que llamaron Adeodato. Diez años después, abandonó este pensamiento. En Milán, obtuvo la Cátedra de Retórica y fue muy bien recibido por San Ambrosio, el Obispo de la ciudad. Agustín, al comenzar a escuchar sus sermones, cambió la opinión que tenía acerca de la Iglesia, de la fe, y de la imagen de Dios. Santa Mónica trataba de convertirle a través
de la oración. Lo había seguido a Milán y quería
que se casara con la madre de Adeodato, pero ella decidió regresar
a África y dejar al niño con su padre. Comprendía el valor de la castidad, pero se le hacía difícil practicarla, lo cual le dificultaba la total conversión al cristianismo. Él decía: “Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo”. Pero ese “pronto” no llegaba nunca. Un amigo de Agustín fue a visitarlo y le contó la vida de San Antonio, la cual le impresionó mucho. Él comprendía que era tiempo de avanzar por el camino correcto. Se decía “¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy?”. Mientras repetía esto, oyó la voz de un niño de la casa vecina que cantaba: “toma y lee, toma y lee”. En ese momento, le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al escuchar la lectura de un pasaje del Evangelio. San Agustín interpretó las palabras del niño como una señal del Cielo. Dejó de llorar y se dirigió a donde estaba su amigo que tenía en sus manos el Evangelio. Decidieron convertirse y ambos fueron a contar a Santa Mónica lo sucedido, quien dio gracias a Dios. San Agustín tenía 33 años. San Agustín se dedicó al estudio y a la oración. Hizo penitencia y se preparó para su Bautismo. Lo recibió junto con su amigo Alipio y con su hijo, Adeodato. Decía a Dios: “Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte”. Y, también: “Me llamaste a gritos y acabaste por vencer mi sordera”. Su hijo tenía quince años cuando recibió el Bautismo y murió un tiempo después. Él, por su parte, se hizo monje, buscando alcanzar el ideal de la perfección cristiana. Deseoso de ser útil a la Iglesia, regresó
a África. Ahí vivió casi tres años sirviendo
a Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Instruía
a sus prójimos con sus discursos y escritos. En el año
391, fue ordenado sacerdote y comenzó a predicar. Cinco años
más tarde, se le consagró Obispo de Hipona. Organizó
la casa en la que vivía con una serie de reglas convirtiéndola
en un monasterio en el que sólo se admitía en la Orden
a los que aceptaban vivir bajo la Regla escrita por San Agustín.
Esta Regla estaba basada en la sencillez de vida. Fundó también
una rama femenina. Los últimos años de la vida de San Agustín se vieron turbados por la guerra. El norte de África atravesó momentos difíciles, ya que los vándalos la invadieron destruyéndolo todo a su paso. A los tres meses, San Agustín cayó enfermo de fiebre y comprendió que ya era el final de su vida. En esta época escribió: “Quien ama a Cristo, no puede tener miedo de encontrarse con Él”. Murió a los 76 años, 40 de los cuales vivió consagrado al servicio de Dios. Con él se lega a la posteridad el pensamiento
filosófico-teológico más influyente de la historia. ¿Qué nos enseña su vida? A pesar de ser pecadores, Dios nos quiere y busca nuestra conversión. Aunque tengamos pecados muy graves, Dios nos perdona si nos arrepentimos de corazón. El ejemplo y la oración de una madre dejan fruto en la vida de un hijo. Ante su conflicto entre los intereses mundanos y los de Dios, prefirió finalmente los de Dios. Vivir en comunidad, hacer oración y penitencia, nos acerca siempre a Dios. A lograr una conversión profunda en nuestras vidas. A morir en la paz de Dios, con la alegría de
encontrarnos pronto con Él. Fuente: Catholic.net |
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