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Probablemente alguna vez nos hemos encontrado con personas que afirman que ellas no se van a confesar con un sacerdote porque se confesaban directamente con Dios. Rezan y punto: Dios les perdona. Esta es la explicación de muchas personas para justificar su relación con Dios. ¿Al final, quién nos perdona nuestros pecados, Dios o el sacerdote? A primera vista la confesión en la Iglesia católica presupone un gran acto de humildad para los que se aproximan a ella, porque sí, efectivamente, se dicen los pecados a un hombre, y para los que les guste denegrir más la situación, un hombre pecador. Pero la paradoja está en que los católicos salen con la seguridad de haber sido perdonados por Dios. ¿Quién les asegura a las personas, que se confiesan “vía directa” con Dios, que Él les perdona? ¿Ellos mismos, por acaso? A menudo no se sienten convencidos, y muchos católicos lo oímos decir no pocas veces… ¿Pero quién me asegura ahora a mí que ese sacerdote tenga el poder de perdonar los pecados? Las palabras dirigidas por Jesucristo a los Apóstoles son bien claras: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a quienes se los retengan, les quedarán retenidos” (Jn 20, 22-23) Jesucristo dejó este sacramento en manos de los Apóstoles, y estos a sus legítimos sucesores, los obispos, y ellos a los presbíteros. Porque si no, ¿cómo se cumplirían las palabras de Jesús: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)? O aquellas otras: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (la Iglesia)”(Mt 18,18). - San Pablo repetidas veces hace mención en sus cartas de esta transmisión apostólica, como cuando se dirige a Timoteo (2 Tim 1, 6) o a la comunidad de Corintio (2 Cor 5, 18). Alguno todavía puede objetar: pero si él es tan pecador como yo o incluso aún más que yo... Sí, puede ser verdad. Pero los Doce Apóstoles también lo eran y sin embargo Cristo les encomendó a ellos la misión de perdonar pecados. Bastaría sólo esta evidente actitud de Jesús. La Sagrada Escritura dice: “Quien dice que no tiene pecado, es un mentiroso” (1 Jn. 1,8). El sacerdote experimenta su indignidad a la hora de perdonar los pecados, de consagrar el Cuerpo y la Sangre del Señor, y de anunciar el Evangelio a todos los hombres. Y delante de su indignidad siente la obligación de crecer en el fervor y santidad personal. Por lo tanto no hay fundamento para creer en el fruto de las confesiones directas. Lo contrario es lo que Cristo nos regaló: su perdón y su gracia para vencer el pecado. El sacerdote como servidor es únicamente el medio por el que Dios obra. No desaprovechemos este bellísimo sacramento, porque a través del mismo salimos con una gran seguridad de haber sido perdonados por Dios y con una paz en el alma que no se encuentra en ningún otro camino.
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