Las historias de
los veteranos se cruzan, se alimentan de un pasado común con experiencias
distintas, cuyos relatos fueron construyendo en soledad, primero, y después
colectivamente.
La escena ocurre a 4.600 metros sobre el nivel del mar, donde comienza
el desierto más árido del planeta. ¿Qué
hacen 20 hombres de 45 años en la montaña, agitados por
la altura y el esfuerzo, empujando una ambulancia? La Puna se hace sentir
en los pulmones, en la cabeza, en el estómago. Después
vendrán los vómitos, el sueño, la migraña;
ahora hay que subir la ambulancia a un camión remolque paraguayo.
Pero el camión es viejo, viejísimo, y la tarea de rescate
se extiende más de lo previsto.
Pasan dos horas de ajustar poleas y tirar cadenas hasta que llega el
momento de empujar. Entonces suena un silbato, y el grupo se dispersa.
"¡Auto!", gritan algunos, "¡Auto!",
"¡Suban!". A 100 metros del lugar, en una curva empinada
de la ruta, un hombre hace guardia y avisa cuando hay que moverse. Durante
la pausa, el chofer del remolque mira la posición del sol en
el horizonte, y putea en guaraní. "Quiero salir de acá
antes que se meta el poncho", dice. La noche cae rápido,
y el frío sube a la misma velocidad.
Si fuese el guión de una película con historias solidarias
exóticas, la escena quedaría excluida por artificial.
Pero son casi las 19 del miércoles 21 de mayo, y el camionero
paraguayo no es el único que putea. Es el cuarto día de
viaje desde que el grupo de veteranos salió del Monumento a los
Caídos en Malvinas (Parque de la Bandera). Cinco vehículos
y una ambulancia, "adquirida por el pueblo de Rosario, Santa Fe,
República Argentina, para el pueblo hermano de Pisco, Perú",
como dice en una de sus puertas. Es el primer día que la caravana
cruza los límites del país. Algunos kilómetros
atrás, en el puesto fronterizo de Paso de Jama, los gendarmes
les habían hecho una advertencia: "No se detengan en el
punto más alto del camino, ni siquiera para sacar fotos".
Cerca de allí se descompuso la ambulancia: una pieza pequeña,
fácil de reponer casi en cualquier lado, menos en la ruta que
separa Jujuy de San Pedro de Atacama, el pueblo chileno más próximo,
a 150 kilómetros.
"La moral no está baja", aclara Rubén Rada,
presidente del Centro de Ex Soldados Combatientes en Malvinas de Rosario.
Él es uno de los principales artífices de la campaña
solidaria que iniciaron los veteranos en 2007 con el objetivo de donar
una ambulancia a Pisco, la población más castigada por
el terremoto que azotó Perú el año pasado. Lo que
dice es cierto: las diferencias que existen entre ellos, cada uno con
una historia distinta, se disuelven al momento de empujar. El desafío,
real o simbólico, pone en marcha un mecanismo que los unifica
como grupo, y que forma parte de la identidad que construyeron a partir
de Malvinas. Como si todos compartieran la obligación de mostrar
entereza moral frente a las situaciones difíciles. Como si tuviesen
que demostrar algo. ¿Qué? ¿Qué es lo que
hacen 20 hombres de 45 años en una montaña del desierto
de Atacama, empujando una ambulancia?
En algunos momentos del viaje le llamarán "mística".
En otros, el rasgo que los une aparecerá como orgullo, como "entrega",
como "aguante", como resistencia. Y también como revancha.
La "pequeña gran revancha", así había
escrito el médico Claudio Petruzzi, ex soldado, para referirse
a ese viaje: la consigna de entregar la donación "en mano"
como una forma de revertir la historia fraudulenta de las donaciones
durante Malvinas.
Dos noches atrás, en Jujuy, después del asado de bienvenida
y el reencuentro con otros veteranos, la alegría cede lugar a
la emoción y a los discursos. Casi al final, Rada anuncia que
quiere decirle algo "al periodista" que viaja con ellos. El
periodista abre la libreta y anota. Se hace silencio. "Yo creo
que nosotros nunca volvimos de Malvinas, flaco", dice.
Desembarcos
El número está resaltado en el mapa que decora el interior
de la ambulancia: 3.500 kilómetros desde Rosario hasta Pisco,
el pueblo donde San Martín desembarcó hace 188 años
con el fin de proclamar la independencia de Perú, y creó
la primera bandera que tuvo ese país. En el mapa también
están marcadas las escalas del plan de viaje a través
de Argentina, Chile y Perú: Ceres, Jujuy, San Pedro de Atacama,
Iquique, Tacna, Arequipa, Pisco.
Sentado adentro de la ambulancia, El Tierno mira el mapa y espera a
sus compañeros. Es martes a media mañana, y en la plaza
principal de San Salvador de Jujuy algunos veteranos atienden a la prensa
local. A Claudio Sánchez, profesor de educación física,
le dicen Tierno por su aspecto. Tiene la misma edad que casi todos,
pero aparenta mucho menos. Cuesta creer que estuvo en Malvinas hace
26 años, con las primeras brigadas de Infantería de Marina
que desembarcaron en la isla.
"Estábamos haciendo el servicio militar en Bahía
Blanca. Cada tanto nos llevaban a hacer maniobras: salir del batallón,
desembarcos, caminar con las mochilas. Un día como cualquiera
nos dicen: «Carguen las mochilas con más ropa, con armamento
y municiones que vamos a salir de maniobra». Cargamos las cosas
y partimos. En medio del viaje, cuando ya estábamos en el mar,
el capitán del barco salió y nos dijo: «Bueno, lo
que ustedes van a hacer ahora es algo que no se van a olvidar nunca.
Tienen que olvidar que tienen familia, novias, hermanos. Vamos a desembarcar
en las islas Malvinas y vamos a sacar a los ingleses, que tienen nuestras
islas»".
Su relato se interrumpe por la intervención automática
del periodista: "Nooooo". El Tierno sonríe, y continúa:
"¿Y qué le íbamos a decir?«¿No,
me bajo acá?» Nosotros estábamos en bolas, no sabíamos
lo que era la guerra. Si teníamos 18 años... Desembarcamos
a las 6, y nos enfrentamos con eso. Mirá la cara que tengo: imaginate
a los 18".
El destino de la corbeta Guerrico, señalan los historiadores
bélicos, fue mantenido en secreto intencionalmente. La nave transportaba
un grupo de tiradores, uno de ametralladoras y otro de morteros, que
iba a reforzar la logística de la Operación Georgias,
programada para ocupar los puertos Grytviken y Leith inmediatamente
después de la toma de la isla. El asalto a la gobernación
inglesa, el 2 de abril, fue llamado Operación Rosario, y tuvo
la primera baja de Argentina: el capitán de corbeta Pedro Giachino.
En la Operación Georgias, el 3 de abril, hubo tres caídos;
entre ellos el conscripto Mario Almonacid, de la Brigada de Infantería
de Marina Nº1, considerado por los veteranos "el primer soldado
muerto en Malvinas".
"El velorio de Mario fue el más grande de Comodoro Rivadavia",
asegura Víctor Meneces, mientras conduce su auto por las calles
de Jujuy, camino a la Aduana. La escala en la ciudad se demora un día
más a causa de los trámites: la Afip regional no sabe
cómo encuadrar la salida de la ambulancia, porque Argentina no
tiene experiencia en donaciones. "Nosotros siempre recibimos",
se justifica uno de los funcionarios aduaneros.
Meneces vive en Jujuy hace cuatro años, pero es oriundo de Chubut,
y era vecino de Almonacid al momento de la guerra. "Yo estaba en
el velorio de él, todo el barrio estaba, cuando cayó mi
viejo con la carta: a las 6 de la mañana me tenía que
presentar", cuenta. Ya había terminado el servicio militar,
pero fue convocado como reservista. "Pedí permiso, fui al
entierro de Mario, y después a la tarde me presenté".
La deuda interna
Las historias de los veteranos se cruzan, se alimentan de un pasado
común con experiencias distintas, cuyos relatos fueron construyendo
en soledad, primero, y después colectivamente. La unión,
además de la lucha sectorial por las pensiones, les permitió
a los veteranos compartir fantasmas y establecer principios, espejos
donde mirarse, caminos para regresar del atolladero de la historia con
mayúsculas, que los convirtió en ex combatientes.
"Ex soldados", corrige Rada, por encima de la voz de Silvio
Rodríguez, que suena a todo volumen en su coche, "porque
vamos a combatir toda la vida", dice. Para ellos, la importancia
de la palabra "soldado" es doble: en el Centro que los reúne,
por estatuto, nadie con rango militar puede ser presidente. El rol principal
está reservado para los que fueron conscriptos, los soldados.
"Nos metieron en una bolsa con Videla y con Galtieri, y nosotros
no teníamos nada que ver. Eramos hijos de trabajadores. Yo no
fui a la Escuela de las Américas, fui a la escuela pública.
Nosotros fuimos víctimas, como lo eran nuestros padres",
dice Rada. El repudio a la jerarquía castrense es unánime
entre los ex soldados, que alimentan esa diferencia con recuerdos propios.
"Un día, después de dos semanas a caldo, pasé
cerca de la carpa del jefe, y escuché que le decía al
ayudante: «Che, Lentore, traeme del baúl una mermelada
de durazno. No, pará, durazno comí ayer, traeme de ciruela».
¿Te das una idea?". Julio Mas mira la ruta a través
del parabrisas de la ambulancia, y se interrumpe para atender el handy.
Su hijo Nahuel, que viaja con el grupo, le avisa que la camioneta tiene
problemas.
Julio fue uno de los veteranos que testificaron en la causa que lleva
adelante la Justicia federal de Río Grande por los soldados torturados
durante Malvinas. "Un día, después que me relevaron
de la guardia, en vez de regresar a donde estaba mi compañía,
bajé la colina y me dirigí al pueblo. Estuve una tarde
en el refugio de un amigo. Esperé que se hiciera de noche y me
fui hasta una casa abandonada: ahí comí, dormí,
y a la mañana siguiente subí de nuevo. Me estaban esperando.
Repartí la comida que había podido conseguir entre mis
compañeros, y después me entregué. Entonces me
estaquearon. Me tuvieron entre 12 y 18 horas. Cuando empezó el
bombardeo inglés, a la noche, yo estaba todavía estaqueado.
El cabo jefe de mi grupo, que era buen tipo, me desató durante
el bombardeo. «Vení», me dijo, «vamos a los
pozos, pero apenas terminen las bombas te ato de nuevo»".
Historias
La memoria del hambre es persistente. Antes de llegar a Ceres, el primer
día de viaje, Eduardo Rubiolo cuenta cómo esperaban que
bajara la marea para juntar “bichos” y comerlos hervidos.
Durante la noche, en el albergue municipal de Ceres, Sergio Blazquez
vigila el fuego de un cordero y recuerda la forma de cocinar animales
en Malvinas, en latas, usando como combustible la turba del suelo: una
capa de tierra con raíces, rica en minerales, que se utiliza
como fuente calórica en la isla.
? Raúl Scheider, a cargo del operativo del asado (hay que hacer
un cordero congelado en poco tiempo, y la tropa tiene hambre), se acerca
para ver cómo va la parrilla que vigila Blazquez. “¿Está
hecho?”, lo provoca Blazquez, “¿viste?, y soy rosarino,
no soy chaqueño ni correntino”. En otra mesa un grupo juega
al truco. Otros hablan de autos. Algunos cuentan historias de los días
de inundación en Santa Fe, donde prestaron ayuda como veteranos.
Entre ellos hay quienes fueron heridos durante Malvinas, quienes sufrieron
largas depresiones al regresar, quienes tuvieron problemas para volver
a la vida cotidiana. Pero, por momentos es posible imaginar que son
viejos compañeros de la secundaria, que heredaron de allí
y no del batallón la costumbre de llamarse por sus apellidos.
Que uno podría decir ahora “aguante el 5º A”,
como Scheider dice del otro lado “Aguante el RI4 (por el Regimiento
de Infantería 4)”. Algunos compartieron el mismo regimiento,
pero casi todos se hicieron amigos o conocidos después, a la
vuelta, cuando se fueron reencontrando en los Centros, en la pelea por
sus reivindicaciones, en lo que los veteranos llaman “la militancia”.
? “Todos tenemos historias”, dice Rada, a pocos kilómetros
de Rosario, después que las sirenas que acompañan la partida
se silencian, y las bocinas de los que saludan quedan atrás.
“Nos llevó tiempo entender qué significaba ser veteranos
de Malvinas. Yo empecé a militar en el 96, y de ahí no
paré. Primero tenía vergüenza: tenía miedo
a que la gente creyera que me quería hacer el rambito. Hay vagos
que no entienden nada. Para algunos, Malvinas es la pensión.
Para nosotros también es la pensión, porque la necesitamos
para comer, pero es un montón de cosas más. Es, entre
otras cosas, llevar una ambulancia, para demostrar que la solidaridad
es una salida”. Ese viaje, leyó Petruzzi la primera noche
en Jujuy, como “pequeña gran revancha”, como uno
de los caminos posibles para “ir venciendo de a poco algunos fantasmas
del pasado”.
? Casi a medianoche del miércoles 21 de mayo, agotados por el
frío y el apunamiento, ralentizados por la marcha del camión
paraguayo que también se rompe después de subir la ambulancia,
los veteranos arriban a San Pedro de Atacama, en Chile. La mitad del
grupo no alcanza a llegar antes de que cierren la frontera y tiene que
dormir en los vehículos. La sensación térmica cae
esa noche a los diez grados bajo cero. Los que pueden ingresar a Chile
no consiguen comida: apenas un par de pollos, en el único lugar
abierto, que son llevados para los veteranos que tienen que quedarse
en la frontera.
? La noche es dura para todos, pero al mediodía siguiente ya
están listos para seguir, al pie del cañón: los
rosarinos Rubén Rada, Eduardo Rubiolo, Claudio Petruzzi, Claudio
Sánchez, Sergio Blazquez, Enrique Córdoba, Alejandro Moreira
(de Capitán Bermúdez), Julio Mas y su hijo Nahuel; “los
correntinos” Dardo Peroni, Raúl Scheider, Juan Dellorto,
Sergio Vanasco; el santafesino Mario Andino; “los civiles”
Prono, Cabagna, Patrono y Raffin, “amigos de la vida”.
? Allí, bajo el sol del desierto, el grupo se despide del periodista
y el reportero y parten a recorrer los 1.000 kilómetros que faltan.
“Vamos a llegar”, dice Rada, “nosotros siempre llegamos”.
? Una semana después, con la ambulancia ya reparada, después
de sortear más obstáculos burocráticos en Perú,
los veteranos ingresan con la unidad a Pisco para hacer la donación.
El 1º de junio, un mensaje de texto llega al teléfono del
periodista: “Estamos por desfilar en Cusco. Día aniversario.
Comienzo festejo del Inti Raimi. Con la bandera argentina rodeada por
el Ejército de Perú. Sí, claro, estoy llorando”,
describe Rada. |
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