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Envía esta noticia a un amigo | 30/07/2011 |
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Cruzados: breve cuento de Malvinas escrito por un Veterano de Guerra, clase 62 |
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Daniel Grau, quien realizara una maqueta, réplica de Moody Brook, ahora presenta un breve cuento sobre aquello que siente el soldado en medio del campo de batalla... La historia fue escrita con la intención de hacerle vivir a alguien que nunca estuvo en un bombardeo naval, aquellas sensaciones, espero haberlo logrado. Daniel Grau. CRUZADOS Un ruido extraño me sacó del sueño profundo en
que me encontraba. Atiné a extender el brazo semidormido, repleto
de hojarascas revueltas que me corrían por las venas y hormigueos
típicos de un miembro entumecido. Mi mano se movió con
pesadez hacia la mesa de noche para encender la luz, pero el velador
ya no estaba. Los dedos palparon, en cambio, una superficie húmeda
y fría, horrenda, resbaladiza, como una enorme babosa helada.
El impacto me sobrecogió; abrí los ojos del todo y, de
una vez, contemplé estupefacto la figura erguida de espaldas
a mí de aquel ser inmóvil: el sargento Sánchez,
Toto para los cercanos. Luego de un año de estar juntos en la
milicia y a pesar de ser él un sargento y yo apenas un soldado,
nuestra amistad pesaba más que las insignias. Salvo cuando estábamos
delante de alguien de graduación militar superior, y por respeto
a él, en el resto de las ocasiones lo seguiría llamando
así, Toto. —Toto, ¿qué hora es? —pregunté, quebrando
el silencio que sólo el viento austral se animaba a desafiar
en las noches de la guerra. El Sargento, mi buen amigo, me sacó del autismo en que residía
mi mente con una frase llena de simpleza, pero cargada de compañerismo
y afecto. Le temíamos más a la agonía, que a la muerte. Aparte de la caja de mil municiones para los fusiles y otras tantas para las pistolas, los tubos de granada y las tres granadas antitanque PDF eran parte del arsenal con el cuál contábamos para defendernos, y también nuestro pasaporte seguro al otro mundo, con garantía de no padecer sufrimiento físico. Si una bomba caía en nuestra trinchera o muy cerca de ella, como para hacernos daño, el arsenal respondería como una gran explosión en cadena. —Así es, nomás. Esperemos que no pase ––dijo
el Toto. Espié al sargento de reojo sin que lo advirtiera, evitando distraer la vista del frente en aquella noche cerrada. Se lo veía frágil, delgado. Estaba de cuclillas en el fondo del pozo, ahora tenuemente iluminado con la luz de una vela que él mismo había fabricado con sebo de cordero. Como un ritual de cada noche y cada día, preparaba la leche en polvo, colocando las pastillas de alcohol. Lo seguí mirando, me dio ternura. Tomé conciencia por un segundo de que hoy estaba, mañana nadie lo sabía. Así me vería él mientras yo dormía. Comprendí que a pesar del poderoso fusil acunado entre mis manos, frío y temerario, yo también era un ser frágil a la deriva en el mar de las suertes. — ¡Dany! Acá tenés ––dijo el
Toto. —Gracias, está buenísima. ¿Un poquito de
ginebra no había para ponerle? —le dije. Como siempre, nuestros diálogos estaban plagados de frases que nadaban en incertidumbre, siempre condicionadas a eventos venideros que imaginábamos pero no podíamos manejar. La guerra, entre otras cosas, trae eso consigo: dudas y más dudas de existencia, frases del tipo “Si me despierto mañana, te prometo, haré tal cosa”, “Tengo que arreglar un poco la trinchera, ¿pero para qué? Quizá ni haga falta”. “Si vuelvo a casa, me doy un baño de espuma y después me emborracho”. Era extenuante, desesperanzador, remitir todos nuestros deseos de planificar al evento siguiente, a un suceso al que nosotros no teníamos posibilidad de manejar porque no teníamos ni voz ni voto: sólo Dios y el destino podían determinarlo. Me quedé mirando el paisaje oscuro. En la negrura de la noche apenas divisaba la silueta lejana del monte Dos Hermanas. Esforzaba mis sentidos hasta lo máximo y aún más; de eso dependía parte de nuestra suerte de ver otra mañana siguiente. He llegado a percibir ruidos a casi quinientos metros de distancia y ver en la noche como si fuera de día. Qué maravilla el cuerpo humano; cuando se lo exige siempre da más. El instinto de supervivencia activa esta maquinaria casi perfecta. Qué pena morir; tantos millones de años de evolución para llegar a un resultado maravilloso y al rato ser tan solo un sinnúmero de átomos dispersos, sin la magia de esa unidad que alguna vez formó el sueño de sentirse real... El Toto roncaba; dichoso él que podía. Serían
menos horas de padecimiento consciente; al menos ése era un recreo
para escapar de la locura de la espera continua. Ahora estás en la oscuridad, en un pozo frío, húmedo,
deplorable. Primero silencio, después una estampida lejana y sorda;
cinco, para ser preciso. Otra vez silencio. La oscuridad y el frío
sucumben en tu mente expulsadas por otra sensación que intuyes
cercana y turbadora. Silbido, golpe, resplandor, estallido, estruendo, vibraciones,
y un centenar de diminutas zapas clavándose en todos las dimensiones
que perciben tus exaltados sentidos. Tus ojos cerrados no pueden evitar ver el resplandor a través de los párpados apretados, y tus oídos zumban ante el estallido como si hubiesen captado una frecuencia desproporcionada, saturada en intolerables decibeles, irreal. Te brota líquido caliente de los oídos. Parece agua. En la oscuridad palpas lo espeso y pegajoso que resulta al tacto, lo hueles. Es sangre. Los tímpanos no resisten. La tierra se sacude y las violentas vibraciones hamacan tu cuerpo entumecido, que sucumbe en posición fetal, como un niño zarandeado por un mal ajeno a la tierra. Quieres llorar y no puedes, deseas clamar y las palabras se olvidaron en tu mente. No manejas el idioma, sólo un grito gutural que asoma a tu boca de rictus y se afloja en el aire de la madriguera, perdiéndose entre los cientos de golpes que se incrustan con disímiles sonidos en todas las direcciones del terreno que te rodea. Pero no te contiene. En un segundo de ilación racional, recuerdas el cementerio que tanto temías de niño. Sus paredes externas llenas de graffiti irrespetuosos eran una división geográfica entre el mundo de aquí y el más allá. Tu guardapolvos blanco, de pureza angelical, se apartaba de aquel paredón al igual que tus ojos, que hurgaban constantemente la muralla como si ésta pudiera desmaterializarse y engullirte cuando ibas camino al colegio. Ahora, en la demencia que provoca esta tangible realidad, sueñas despierto con aquella necrópolis con cruces de cemento y árboles secos, con ramas que resulta la imitación más exacta a las manos de un muerto. Deseas aquel sitio de escalofríos pasados como un dulce camastro de roca y lápida donde poder al menos dormir un poco con anhelada paz, una paz que se diluyó de los confines de tu memoria con la misma facilidad con que se pierden algunas preciosas recordaciones de la infancia y nunca más se recuperan. El segundo silbido se aproxima, otro pie del gigante se está por asentar con su peso de muerte. Ahora más cerca... y el tercero, más aún. El cuarto paso cae más allá de tu posición; el silbido lo delató con una prolongación sonora. Su persistencia en el aire te apacigua esos segundos. Tu oscuridad, tu desesperación, están caladas en la tierra al abrigo endeble de un pozo que no es otra cosa que un efímero resguardo. Tu tranquilidad sucumbe entre dos pies descomunales que se posan con malicia destructora y una fatiga que te envuelve en el deseo de caerte encima y destruir tu sueño de seguir sintiéndote real. En el medio de los pies estas tú, diminuto y precario, abrazado al cordel invisible de la desesperación. La quinta pisada cae más lejos. Y cuando el silencio vuelve como la pausa necesaria para justificar un nuevo comienzo, cinco estampidos, puntuales, equilibrados entre sus espacios de tiempo, vuelven a recorrer la distancia para mutarse en el gigante de pies arrolladores. Y no puedes llorar, y no puedes pensar; apenas te aferras al patético cimiento de tus fuerzas cautivas por el dolor y el miedo, y, dentro de la oscuridad de la trinchera, sientes que la palabra soledad, que antes te deprimía, te devastaba, ahora es demasiado poco para justificar un llanto. Allí estás, soldado de la patria, argumentando un orgullo que, con suerte, a través de los años, se figure como un orgullo ajeno. Allí estás... Tieso y acurrucado, con temblores en el cuerpo y agobio de limites desconocidos que aún no sabes si serás capaz de soportar. Pero no tienes tiempo de replantearte nada, otra andanada de bombas vienen en parabólica trayectoria para atizar la tierra, los escombros volarán una vez más y pondrán en tela de juicio tu dignidad de hombre joven, el temple de tu acero, que se retuerce amenazando con quebrarse en un sonido que se perderá en la noche, apagado por el estruendo del gigante. Cinco horas llevas soportando la danza macabra del coloso y sus
pies de pala, que comenzó a faltar al orden. Un imaginario desvarío
lo lleva a dar marchas desprolijas, dispares. Eso es peor, ahora es
impredecible y se acrecienta la incertidumbre de no poder calcular el
próximo paso asesino. El orden aleatorio de sus pisadas no permiten
ningún descarte, ahora cada bomba es una posibilidad cierta,
no hay descanso, no hay tregua. Te preguntas qué es ser un héroe. El diccionario puede darte una explicación proverbial del término. Pero sólo tú sabes que doblarse sin quebrarse y seguir de una pieza es una manera de dignificar el heroísmo de tu alma y su capacidad maleable, que gratificará de allí en más los días que te resten por vivir. El heroísmo es simplemente un acto de locura aplicado a la desesperación de sobrevivir. No pienses en medallas, ni reconocimientos, cualquiera es un héroe, cualquiera es un mártir, cualquiera es un tonto, sólo es cuestión de hallarse en el lugar preciso, en el momento indicado. Lo demás... lo demás no importa, el tiempo dirá en qué pergamino se alinearán las letras que determinan tu nombre y apellido y el significado que brindará esa lámina a los ojos de los que al pasar, y como en un descuido, por simple curiosidad, la deseen contemplar. La noche pasó, los días se continuaron... Semidormido, como casi siempre, con el cansancio a cuestas de tantos malos ratos, con los ojos aún cerrados, extendí el brazo derecho acalambrado para asirme de la pared de barro junto a mí. Sentí un ruido fuerte al costado de mi oído y algo que estalló. De un brinco, me incorporé decidido a todo. Miré en la oscuridad hacía el sector de dónde provenía el estruendo. El velador de la mesa de noche yacía deshecho en el suelo. Mi madre, sobresaltada, prendía la luz de la habitación. La miré, le sonreí. La guerra ya había terminado unos días atrás y estaba de vuelta en casa. Noticias relacionadas: |
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