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02/09/2009 |
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Viaje al fondo de los mares del Sur | |||||
A las siete y media de la mañana, Alejandro Maegli estaba a punto de entregar la guardia y meterse en la cama cuando de pronto el sonarista del submarino le dijo una frase que lo dejó helado: "Señor, tengo un rumor hidrofónico". El teniente de fragata pegó un respingo queriendo creer que
el operador se había equivocado. Alejandro encontró su vocación en Mar del Plata a los
cuatro años, durante una visita escolar. Un submarino reposaba
en silencio, pero traía consigo ecos de aventuras, y Alejandro
se metió luego en la Escuela Naval con el único propósito
de surcar bajo el agua los mares del mundo. Hizo una experiencia en
un buque barreminas. "Para ser oficial barreminas no hay que ser
loco, pero te ayuda bastante", dice el refrán. Y después
sirvió en un buque de apoyo. Finalmente, ingresó en la
Escuela de Submarinos, que es muy exigente, y aprendió de memoria,
uno por uno, los múltiples mecanismos internos de esa nave. El submarino había sido comprado a Alemania en los años setenta, había llegado desarmado a la Argentina y había sido montado pieza por pieza en Buenos Aires. Pero para la época de Malvinas presentaba algunos problemas: no podía desarrollar velocidades de inmersión superiores a los 14 nudos y uno de los cuatro motores diesel que permiten cargar las baterías a través de un snorkel no funcionaba. Así y todo, Maegli no estaba tan preocupado por estas limitaciones como por su mujer, que estaba a punto de dar a luz. En marzo de 1982, ese padre primerizo, que apenas tenía 27 años, tuvo que zarpar en misión de adiestramiento y subirse por las paredes del submarino esperando la buena nueva. Estaban haciendo ejercicios con tres corbetas cuando llegó la noticia de que había nacido su hija María Inés. Los festejos a bordo fueron discretos, pero afectuosos. A mediados de mes llegó otra orden: debían suspender
los simulacros y retornar a Mar del Plata. Un amigo se lo encontró
en tierra. Partía al día siguiente en el submarino Santa
Fe. "Flaco -le dijo a Maegli en un susurro-me voy a Malvinas."
Alejandro sospechaba que algo grande se avecinaba, pero no tenía
tiempo de meditar demasiado: corrió a ver a su mujer y a conocer
a su hija, y los acontecimientos del 2 de abril lo sorprendieron como
a casi todos nosotros. Sintió entonces una íntima contradicción:
alegría patriótica mezclada con angustia y extrañeza.
Hacía pocos meses había confraternizado con los oficiales
del submarino inglés HMS Endurance, que había hecho escala
en Mar del Plata. El Endurance atacaría luego, con torpedos y
el apoyo de helicópteros, al submarino Santa Fe. Pasaron varios días haciendo recorridos y subiendo el snorkel
media hora para obtener energía y oxígeno: ésos
eran los momentos de mayor vulnerabilidad de la nave. Luego todo fue
esperar y madurar la idea del combate. Salvo, claro está, cuando
sucedió lo imprevisto: una avería en la computadora de
control de tiro. Llevaban a bordo 10 torpedos alemanes y 14 estadounidenses.
Pero sin esa computadora, la única alternativa era lanzarlos
de manera manual. Trataron de repararla, pero no tenían a bordo
los elementos con qué hacerlo, y el 27 de abril recibieron otro
mensaje: "Destacarse y ocupar «Area María».
Todo contacto es enemigo". El 1° de mayo Maegli juntó a todo su equipo de informaciones
de combate. Se sentaron alrededor de una mesa minúscula y él
descubrió que le temblaban las piernas y que no podía
levantar la cara. Cuando la levantó vio que sus camaradas estaban
en idéntica actitud de pánico. Vadeó como pudo
ese pantano y comenzó la reunión de análisis. Luego
se colocó los auriculares: el blanco venía hacia ellos
y el comandante ordenaba preparar tubos de torpedos y movimientos submarinos
para encontrar la mejor posición de tiro. En un momento, el sonarista
oyó explosiones y hélices de helicópteros. Se aproximaban
tres helicópteros antisubmarinos con los sonares desplegados
y largando cargas de profundidad a ciegas. A medida que analizaban los
sonidos y señales se daban cuenta de que los Sea King avanzaban
abriéndoles camino franco y seguro a varios buques británicos
de guerra. Cuando estaban a 9000 yardas, Maegli le dijo a su capitán:
"Señor, datos de blanco ajustados". El comandante gritó:
"¡Fuego!" Y el torpedo salió disparado con trepidaciones
y ruidos escalofriantes. Llevaba consigo un cable de guía a través
del cual se podía teledirigir su dirección. Pero a los
pocos minutos un oficial informó que el cable se había
cortado. El torpedo seguía ahora corriendo, aunque de manera
autónoma, y estaba programado para ir ascendiendo con el objeto
de asegurar el impacto. El problema es que, al hacerlo, se hacía
visible. En cinco minutos absolutamente todos los buques ingleses desaparecieron
del sonar, y el torpedo se perdió en la nada. El capitán ordenó evasión a toda máquina
y el sonarista dijo: "Splash de torpedo en el agua". Les habían
disparado y ya se sentían los sonidos de alta frecuencia que
el proyectil inglés emitía al acercarse. "Máxima
profundidad", ordenó el comandante. Y a continuación
mandó lanzar falsos blancos. Se usaban señuelos, pastillas
gigantes que en contacto con el agua hacían burbujas y confundían
con sus ecos apócrifos. Los llamaban "Alka Seltzer".
Después de expulsar los dos señuelos, el sonarista informó
de algo que galvanizó a todos: "Torpedo cerca de la popa".
Maegli pensó: "Cagamos, nos está persiguiendo, nos
va a reventar". El sonarista agregó: "Torpedo en la
popa". En ese instante mismo comenzó el hostigamiento. Los Sea King
se acercaron lanzando sus cargas y sacudiendo el océano. Tiraban
todavía sin tener la posición exacta del San Luis, que
bajaba y bajaba. Pescaban con bombas a unos quinientos metros del mentón
del teniente Maegli. El submarino fue reduciendo su velocidad y se asentó
con un golpe en el fondo de arena. Cada veinte minutos los helicópteros
llegaban y soltaban sus explosivos, reemplazándose los unos a
los otros en la tarea durante horas y horas. Las ondas expansivas no
llegaban y entonces el máximo problema era el oxígeno.
Sin poder sacar el snorkel, el dióxido de carbono subía
y el peligro aumentaba. El comandante ordenó que la tripulación
abandonara sus puestos de combate y se metiera en la cama: había
que gastar lo menos posible. Meterse en la cama y dormir en un submarino
que está en el fondo del mar y al que le siguen disparando debe
ser una de las experiencias más inquietantes de la vida. A pesar
de ella, Maegli pensó: "El problema no es el miedo sino
cómo controlarlo", y se quedó dormido. Cinco días más tarde, en un teatro de operaciones infestado de naves enemigas, los sensores acústicos volvieron a detectar "ruido hidrofónico". "Posible submarino", dictaminó el operador. Y el comandante ordenó de nuevo que todos ocuparan sus puestos de combate y que el San Luis avanzara hacia el blanco, que tenía un extraño comportamiento zigzagueante. "Blanco alfa muy cerca", dijo el operador. Estaba a unos 1500 metros. Dispararon un torpedo antisubmarino de recorrido corto y escucharon una detonación tremenda. Pero nunca pudieron determinar a qué le habían pegado. En la madrugada del 11 de mayo, Maegli estaba nuevamente de guardia cuando el sonar detectó una fragata misilística que venía del Este, y al rato otra del Norte. Todos estaban en sus puestos. Y allí, provisionalmente en pausa de combate, les sirvieron un memorable arroz con tomate que los submarinistas comieron con los músculos en tensión, como si fuera lo último que probarían antes de morir. Luego comprendieron que los dos buques británicos convergían sobre el estrecho de San Carlos y el capitán ordenó atacar el blanco más cercano a la costa. "¡Fuego!", volvió a gritar, a una distancia de 5200 yardas. Tardó tres minutos en cortar cable. Pero todos los tripulantes acompañaban mentalmente la corrida del torpedo. Hasta que, de repente, Maegli escuchó un clanc. Un alarmante ruido de chapa. El sonarista informó que los blancos huían a toda máquina. El proyectil había pegado en el casco, pero no había explotado. El proyectil, una vez más, no estaba en buenas condiciones. Los dos buques ingleses venían de hundir con artillería al ARA Islas de los Estado, un barco argentino que transportaba municiones y combustible de avión. Habían muerto más de veinte hombres en ese naufragio. Cuando el capitán comunicó al Comando de Operaciones
Navales las fallas del torpedo y les recordó las dificultades
en el sistema de tiro, recibió una directiva terminante: volver
a casa. Regresaban a Puerto Belgrano de noche y en silencio: no habían
logrado hundir ningún buque y aunque habían provocado,
tal como confesaron luego los ingleses, una verdadera psicosis en el
mar y habían logrado retardar con su amenaza submarina el desembarco
en las islas, llevaban un regusto amargo. "La prevención,
el desgaste de energía y el temor que genera un submarino es
terrible", me explica el contralmirante Maegli; se nota que aquella
amargura no se le ha borrado de la boca. Nunca el San Luis pudo volver al teatro de operaciones. Trajeron a dos expertos para repararlo, pero tardaron cuarenta días y eso dejó al submarino y a su tripulación fuera de la guerra. El 14 de junio los tapó la tristeza. Maegli siguió prestando servicio en el San Luis, y en 1983 lograron que los técnicos alemanes revisaran los mecanismos, explicaran las razones de los desperfectos en sus torpedos y en el sistema de tiro que habían fabricado, y pudieran hacerse las modificaciones necesarias. Alejandro siguió una larga carrera de perfeccionamiento profesional. Fue comandante del ARA Salta -gemelo del San Luis-, director de la Escuela de Submarinos y agregado de Defensa en Canadá. Un amigo de Ottawa le regaló un libro donde figuraban las grandes batallas submarinas de la historia. Un historiador británico, especializado en el tema, narraba las dramáticas aventuras de un submarino argentino que había escapado de milagro al acecho de la Royal Navy: el San Luis. Maegli no quiso leerlo así como no quiere visitar el submarino rojo que duerme en un astillero de la Costanera Sur a la espera de ser convertido en un museo o regresar al mar. "Es viejo, pero no es anticuado -lo defiende el director de Material Naval de la Armada argentina-. Si me preguntás qué quiero te respondo algo muy simple: sólo un buen final." Volvió al astillero para hacerse unas fotografías. Pero
lo hizo a regañadientes. Las ánimas vestían de
rojo. Costó hacerlo subir al puente del San Luis. Maegli finalmente
subió y recordó en un pestañeo el momento exacto
en el que se abrió la escotilla y salió a la luz después
de 37 días sumergidos en el Atlántico Sur sin ver el océano
ni el cielo ni el sol. Maegli asomó su cara agotada de 1982 y
respiró profundamente. Lo sorprendió en ese momento el
olor puro del mar. El imborrable olor de la vida. El personaje |
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